Hiven se levantó de su cama en cuanto escuchó el sonido de la campana que anunciaba la llegada de un nuevo turno de vigilancia, y con el un nuevo día. En la pequeña ciudad-bastión de Negurzaul, todo el mundo colaboraba en la medida posible; y Hiven Fearstone no era menos: él era el encargado de vigilar las puertas de acceso a la ciudad, y dar paso a los viajeros. Sin su colaboración, posiblemente toda la ciudad hubiera dejado de existir hace muchísimos años; posiblemente cuando su padre cayó en garras enemigas al intentar defender la aldea, junto con otros cuatro hombres más.
Al margen de todo esto, Hiven solo pensó en dejar atrás su mullida cama, y tras tomar una rápida ducha, comenzó a afeitar su escasa barba a la vez que tarareaba una pegadiza melodía. Tras realizar este ritual, el cual se repetía cada cuatro días, comenzó a examinarse en el espejo.
Para tener 19 años, Hiven no se veía nada mal frente a su reflejo: tenía un pelo bastante fuerte y sano, de color negro intenso, el cual ya se encontraba bastante crecido: un precioso flequillo cubría su frente, y comenzaba a ocultar parte de sus ojos; mientras que en su nuca una coleta enlazada con cintas blancas llegaba hasta la mitad de su espalda. Su rostro también era bastante admirable: sus facciones ya habían abandonado la redondez infantil, y presentaban un apuesto par de ojos marrones; junto a una nariz recta y de medidas exactas – ni demasiado grande ni excesivamente pequeña. Bajo esta, la boca, llena de dientes blancos. Quizás el único rasgo fuera de lo común, era la cicatriz que se situaba encima de su mejilla derecha; fruto de una pelea contra un invasor, hacia dos años. Desde entonces, aquella cicatriz le recordaba su gran desliz; y la gran suerte que tuvo de no haber herido su ojo. También, desde entonces, despertaba en medio de la noche con extraños sudores fríos y espasmos, causados por los recuerdos de aquel día.
Tras recordar un poco su breve anécdota, siguió examinándose el cuerpo; hasta llegar a admirar sus fuertes músculos, producto de muchas horas de entrenamiento y varios ratos de gimnasio, día tras día. Fantaseando frente al espejo, y posando para mostrar sus dotes, recordó que solamente le quedaban tres horas para marchar a su puesto, y se decidió a tomar un desayuno rápido; por lo tanto, marchó a su habitación a vestirse. Eligiendo unos pantalones negros de suave tela y una camisa blanca, se calzó sus botas de cuero y bajó al piso inferior a desayunar.
Al acabar con su comida, decidió salir de su casa; y despidiéndose de su madre, comenzó a pasear por las calles. Aquel día, el cielo se encontraba nublado, y presentaba un aspecto grisáceo. Pero, a pesar de ello, la gente permanecía atenta a sus tareas, mientras los pocos niños que había por la calle se dedicaban a jugar con una sucia pelota, rebotándola contra un metálico muro. Allí, en Negurzaul, todas las construcciones se sustentaban en el metal y la madera, utilizando magia y la escasa tecnología de la que eran poseedores. Pero, para tratarse de un lugar pequeño, estaban bien defendidos y abastecidos.
Cuando hubo dado un largo paseo, se decidió a entrar en la biblioteca, el lugar donde almacenaban estanterías llenas de libros. Muchos de ellos eran libros mágicos, aunque también tenían una pequeña sección de libros variados: atlas, historia, novelas… En total, toda la biblioteca albergaba una colección aproximada de 150 volúmenes.
Siempre que podía, Hiven visitaba la biblioteca, e inspeccionaba la sección dedicada a la magia. Curioseando, había aprendido unos pocos encantamientos básicos; y también había aprendido alguno más complejo, sin el éxito esperado.
Esta vez, decidió coger un libro bastante curioso, encuadernado en piel negra. Carecía de título, y lo abrió por una página aleatoriamente. En su interior, se podían apreciar bocetos de la estructura ósea de los dragones, junto con propiedades mágicas de estos y demás. Maravillado, comenzó a leer desde el principio.
Enfrascado en su lectura, Hiven se sobresaltó cuando escuchó el sonido de la campana, anunciando su turno de vigilancia. Apenado, decidió continuar la lectura cuando volviera a casa:
- ¡Eh, anciano! – dijo al bibliotecario, un anciano de gran talento, con unas enormes gafas y algo de pelo canoso - ¿Me dejas llevarme este libro?
- ¿Otra vez, Hiven? – anunció asombrado el anciano, aunque a la vez se notaba su acento divertido – Ya es el tercer libro que te llevas este ciclo, y aun tienes que devolverme el otro… Anda, corre o llegarás tarde.
- ¡Gracias!
Avanzando veloz entre la multitud de gente que se agolpaba en la plaza, Hiven llegó hasta la muralla, una construcción sencilla compuesta principalmente por planchas de hierro y dos torretas formadas por barras de acero y madera que daban forma a una puerta compuesta de cobre. Exteriormente, unas enormes estacas de madera afilada conformaban una rudimentaria defensa primaria.
Toda la estructura defensiva estaba reforzada mediante magia, y siempre custodiada por dos atentos vigilantes situados en las torres, acompañados de sus fieles armas: un enorme mandoble, y una VG-5360, una poderosa escopeta de tres cañones; que aunque ya pecaba de ser anticuada, podía contener a los pocos intrusos que llegaban.
Situado en la puerta, un vigilante era el encargado de dar la voz de alarma si se acercaba el enemigo, y permitir la entrada a aquellos que la merecieran. Hiven era ese vigilante, apostado en silencio durante las horas en las cuales los soles apuntaban más alto.
Cuando Hiven llegó a su puesto, se colocó las férreas grebas, unas muñequeras y un protector pectoral constituido de bronce; y enganchando a su cintura una mellada espada, decidió situarse en su habitual posición.
El día aun permanecía nublado.
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